A veces, solo a veces, uno es vulnerable. Lee cosas, ve cosas y sobre todo las siente. Las siente de tal manera que notas que te dan una patada en el estómago sin tocarte. Y que el pie que propina la patada se queda ahí clavado, bajo los pulmones, haciendo esa presión que sólo provoca ganas de vomitar, de llorar, de dormir. De no estar y poder ser otro.
A veces las cosas cambian deprisa. Los sueños ya no son sueños y el futuro es sólo una carta en manos del azar. Jugamos con probabilidad de perder más veces de las que deseamos y perdemos mas veces de las que quisiéramos recordar.
Dejamos de sonreír y fingimos que todo esta bien. Pero nadie es fuerte siempre. Y todos, en algún momento, superamos nuestro umbral de dolor. Y se nos vuelve a clavar esa presión entre las costillas, y notamos como si alguien agarrase a nuestro músculo más preciado, ese que nos mantiene vivos, y lo apretase como queriendo hacerlo explotar.
Y cuando ya no creemos soportar más, el corazón se rinde al dolor, la presión disminuye y vuelve poco a poco a rehabilitarse.
Poco a poco. Quizás demasiado lento.
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